MI PROFESOR DE FÍSICA
13.11.2010 15:52
Una pedagogía a través de la biografía (entre el relato y el análisis).
Reproduzco este artículo como un homenaje de gratitud a mis maestros de Postgrado, por haberme hecho conocer otra categoría del polígono que significa Educación.
Ricardo Voelker, era un medico y profesor de ascendencia alemana, director del Liceo de Juan Lacaze en la convulsionada Argentina de los años 70.
YAIR HAZÁN
Remembranzas vagas y vívidas
Se llamaba Ricardo Voelker. Era una hombre extremadamente particular, alto, flaco, entrecano, de edad indefinida, seco, a veces sonriente, más serio que otra cosa. Nunca entendí de modas, por eso no sé si desde el punto de vista de la vestimenta estaba pasado de moda o no participaba de ninguna. Esto me hace pensar que el buen docente o está fuera de época o pertenece a todas las épocas. Era odontólogo de profesión y devino como profesor de física por afición y vocación. Lo que más se destacaba en él era su voz magistral (“que tenía para fijar la idea e insinuarse en las profundidades de la mente”) como decía Rodó de Próspero), y Alejandro Paternain de Roberto Ibáñez: “Recuerdo su voz, sus gestos, su palabra, su elocuencia, sembrando en el salón de clase una atmósfera de admiración y respeto”. Tenía el tono grave, peculiar, cantarino y rítmico para conversar y para dictar la clase. En mis primeras clases como docente sentía que lo imitaba.
También era un hombre comprometido políticamente con los sectores más pronunciados de la izquierda. Cuando aún la palabra izquierda asustaba a mucha gente o se la veía como una enfermedad. Eso lo había convertido en un político frustrado, que marchaba a contramano contra la mayoría que lo admiraba y respetaba intelectualmente. En clase jamás era proselitista, pero tampoco le vi hacer gárgaras con la laicidad, simplemente la ponía en práctica.
Políticamente era discutido, pero se daba ese fenómeno extraño, como docente era indiscutido. No sé si es cierto, pero dicen que fue director del Liceo de Juan Lacaze, que fundó y debería llevar su nombre, dicen que fue director por unos días y fue destituido por telegrama, antes de la dictadura que lo destituyó definitivamente.
Ya tarde, cuando ya no era mi docente, descubrí que había sido un gran lector y un gran conversador al que seguramente le faltaran interlocutores con los que pudiera desarrollar todo su potencial, y entonces en vez de dialogar, buena parte de las veces tuviera que dedicarse a enseñar fuera de la clase, el diálogo cotidiano. Era uno de esos casos en que uno no puede nunca dejar de ver al profesor.
Compensatoriamente a su postura intelectual internalizada, era amante de la caza y de la pesca, en un pueblo de río con la naturaleza todavía próxima y había fábricas (“quiero el secreto del hombre de tu río, del hombre chimenea”) dice nuestro coterráneo José Carbajal) .
Psicológicamente, como se puede ser ambas cosas a la vez, era tolerante y autoritario, pero con la autoridad que inspiraban los padres de muchas generaciones atrás.
Las clases con él eran formidables, aún quienes políticamente lo rechazaban, lo recuerdan diciendo: ¡Qué clases las de Voelker! Algo de eso es lo que quiero compartir hoy, como homenaje, como gratitud y como posibilidad de aprendizaje.
En toda la clase hacía pensar, hacía relacionar y ayudaba a descubrir. Cuando se les preguntaba a los estudiantes, muy politizados en ese tiempo, (principios de los 70), quién era el mejor profesor que tenían, independientemente de posiciones partidarias daban su nombre.
Fue un hombre y un docente de paradojas, me cautivó desde el primer día de clase (física de tercer año de liceo), porque no mandaba a estudiar para cada clase. Nos podría servir hoy, cuando nos vemos mal y nos refugiamos en un “los muchachos no estudian”. Era un experto en presentación de problemas para facilitar el descubrimiento. No tengo duda de que una clase suya le hubiera llamado la atención a Piaget.
Su método
Si tuviera que darle un nombre, a falta de mejor nombre, parafraseando a Lao Tsé, diría que su método era la mayéutica socrática. Empezaba con la presentación del problema o del tema de clase. Enseguida venía la ironía (en griego eironeia, interrogación). Allí donde cometíamos errores éramos refutados con ejemplos sorprendentes y cotidianos, parabólicos, porque allí como en las parábolas los contenidos estaban extraídos de lo más corriente de la vida. Después de esa refutación venía la mayéutica (el hacer parir la idea de aprendizaje) que entonces parecía sacada desde el interior de cada alumno, que entonces juntos, docente y alumnos, postulábamos la algoritmia. Cerrábamos la clase con un ejercicio de generalización o transferencia. Esto era abrir la mente a la aplicación de lo aprendido.
Le gustaba como a los pedagogos modernos hacer una falsa oposición entre aprendizaje razonado y memorístico. Quizás para obligar o ayudar a razonar. Pensaba que lo que se razona (etimológicamente, lo que se relaciona) no se olvida. Por eso en las evaluaciones escritas permitía tener el cuaderno abierto para mirar las fórmulas. Decía que no había que recordar las fórmulas sino el lugar donde hay que ir a buscarlas.
Su apertura intelectual
Esto es sinónimo de la falta de rigidez en algunos aspectos que compensaban otros muy rígidos. Era capaz de seguir caminos ajenos de razonamiento, gran recolector de ideas previas, desde el punto de vista empírico, porque entonces que yo sepa por aquellos y estos pagos Ausubel y Bernstein eran desconocidos. En un escrito mensual una alumna llegó al resultado correcto por un procedimiento erróneo y el comentó con autoridad y reproche que se había tenido que pasar pensando en una nueva fórmula de resolución de un polinomio y nos mostraba como podría ser esa nueva fórmula y dónde estaba el error.
Se mostraba receptivo a la corrección de errores por parte de sus alumnos y no sé si con una mezcla de gratitud y rencor, recordaba la corrección que le habían hecho. Una vez, un alumno le señaló que no podía explicarse como un hombre tan como él (por poco quería decir infalible) era capaz de cometer un error de lenguaje diciendo “la calor”. Voelker dijo que creía que se trataba de un sustantivo ambiguo que podía decirse de los dos géneros. Pero cuando lo buscó en el diccionario reconoció el error y lo repetía como en una expiación.
Su postura docente
Para dar la clase usaba túnica, no porque fuera odontólogo, ni porque fuera al laboratorio de física –no teníamos laboratorio de física en nuestro modesto liceo, y no sabíamos que fuera modesto-. El uso de la túnica era un ritual como colocarse la persona docente, en el sentido junguiano del término que implica el arquetipo que cubre al yo para especificar lo que se quiere mostrar a los demás. En varias oportunidades se colocaba la túnica en el salón de clase. Se revestía como el sacerdote para el oficio. Y también era una prolongación de los maestros de la escuela primaria. Lo cierto que ahora comprendo que ese rito de revestirse implicaba un corte con el resto de sus actividades. Una vez un profesor de Karate, explicándome los efectos terapéuticos de esa práctica me dijo: Cuando me ato el obi (cinturón) me olvido de todos los problemas y puedo participar de lleno y disfrutar de lo que estoy haciendo.
Su clases siempre las dictaba de pie, nunca se sentaba, para mejor mantener la atención de los alumnos y estar cerca del pizarrón (al que arcaicamente llamaba pizarra) por si había que graficar algo. Sin embargo en un aula que tenía tarima, siempre estaba fuera de ella. Como dice la psicopatología de los obsesivos, tenía la distancia milimétricamente calculada. Parecía o era un introvertido, en clase nunca hablaba de sí mismo, pero ya de adulto me confiaba muchas cosas en lo que era una prolongación del aula, justo pienso en todas las acepciones que tiene este término en latín.
Cuando yo ya era un estudiante de formación docente, le pregunté por su aprendizaje en el terreno de la pedagogía y de la didáctica y me contestó que había leído algo de metodología (como se llamaba la didáctica hace mucho tiempo) pero que no le había aportado mucho. A pesar de eso y con eso es posible aprender de él... También supe que a veces comentaba con compañeros y correligionarios suyos sobre problemas de enseñanza y también entonces se cortaba en posturas audaces, originales, innovadoras nada convencionales, en gran contraste con su túnica y su voz magistral.
Ni siquiera hoy puedo precisar si su trato era afectuoso o distante, mantenía la asimetría docente-alumnos, dialogaba, pero estaba siempre atento, tensamente atento, y como dicen los jóvenes; “No dejaba pasar una”.
Su actitud
Sabía que trabajar con adolescentes es estar un poco a la defensiva y preparaba el futuro, pero como no podía ser de otra manera lo hacía con moldes de su tiempo. Nos contaba que en la universidad era muy difícil intervenir aún para preguntar: “¿Cómo van a interrumpir a un catedrático?” Eso parecía un sacrilegio, estaba defendiendo su posición cuando estaba “en la cátedra” como un llamado a la atención, a la reflexión en un clima de concentración y respeto.
Como dicen de Don Milani, el inspirador de Carta a una profesora de los estudiantes del Normal de Barbiana, era una pedagogo de la libertad pero absolutista como maestro. Había recomendado a varias personas del pueblo la lectura de esta obra, publicada por la Biblioteca de Marcha, muchos pensaron que no la había leído porque allí se exponían algunas críticas a sus conmilitones. Pero a tiempo pude darme cuenta que sí había leído el libro y que heterodoxamente compartía esas críticas.
Siempre se presentaba a la clase con ganas y eso era contagioso. Sin embargo, como en todas las cosas de la vida, no faltaron momentos de tensión. Preparaba la transferencia positiva desde los diálogos del salón de clase. Como partidario del orden y de la disciplina como actitudes intelectuales y morales, no dejaba interrumpir. En una oportunidad explicó que si dos personas estaban hablando y un tercero intervenía se arriesgaba a que cualquiera de los dos primeros lo desautorizara diciéndole: No estoy hablando con usted. (será por eso que los grupos deben ser de 2,4, 6 y nunca de número impar…)
Se apartaba de los demás docentes que mantenían una postura cómoda para dar clase amparados en la antigüedad y defendía los concursos con garantías para los concursantes y censuraba la cobardía de quienes le temían al concurso. Decía –no en el liceo sino en la calle o en la plaza, habituales lugares de encuentro para conversar con él- fíjate que si un profesor no concursa se expone a que un alumno le diga: “Usted le tuvo miedo al concurso y me manda a examen a mí que soy más chico”.
En la dictadura fue muy agredido, después de destituido no pudo ni entrar a recoger la túnica al liceo que el fundó. Cuentan que en esos inviernos a partir del aciago 73 andaba siempre con dos pantalones porque a cada rato corría el riesgo de terminar en la comisaría.
Recuerdo un día de conversación el la plaza pública del pueblo, sentados sobre sendas bicicletas que me comentó que su bicicleta era muy conocida –así se lo había tenido que decir a la policía- porque la tenía desde que se recibió, en ese entonces hacía 37 años. Pienso en cuanto tendría que haber aumentado mi atención a verme confrontado a experiencias y conocimientos que para un muchacho de 18 años parecen venir de tan atrás.
Quiero rescatar que en esa época oscura de represión y desconfianza existía –y podría seguir existiendo una mayor comunicación que las que proporcionan las nuevas tecnologías-. Ex docente y ex alumno, conversando sobre temas culturales y de la vida, sentados en bicicletas...un alto en el paseo para el diálogo, una prolongación o un postgrado de sus clases.
En plena dictadura nos encontramos en 18 de julio y me invitó a cenar en una bar que ya no existe. Lo hizo con tal cortesía, pidiendo dos sándwiches calientes y esta verbalización: Ayúdame. Esa palabra además de consideración implicaba muchas cosas que sólo me es dado pagar con gratitud.
El nunca supo que cuando como practicante me tocó dar la primera clase, que fue un éxito, lo había imitado en su voz, en sus gestos, en sus ejemplos, en las esperas, en las reiteraciones. No fue uno de esos aprendizajes neo-conductistas imitativos como los que preconiza Bandura sino una actitud conciente de llegar a parecerme a lo que en ese momento consideraba un modelo pedagógico.
La autoevaluación, la evaluación y el compromiso
Con él aprendí como se podían recibir críticas de los alumnos a nuestro sistema de dar clases. No recuerdo la consigna que usó, pero sí la devolución del material, un tanto extraña en ese tiempo. Sólo respondió o se defendió de las críticas negativas. Una de ellas era que se retiraba demasiado temprano de clase cuando sonaba el timbre de salida. A partir de allí comenzó a quedarse en clase buena parte de los recreos o a la salida cuando lo teníamos a última hora.
En las evaluaciones era heterodoxo, realizábamos los escritos con el cuaderno abierto. Es de destacar que el se llevaba a la casa los cuadernos para ver si era correcta la toma de apuntes Quería saber como era recibido asentado o transmitido. Estábamos en la época de la transmisión de conocimientos, pero algunos adelantados como él iban preparando el terreno para la construcción de conocimientos. A mí me críticó amablemente la falta de gráficos, con el argumento sensual - empirista de que “entra por los ojos”.
Hombre complejo y coherente, humanamente no podía estar libre de algunas contradicciones producto de los ataques ideológicos que sufría por parte de sus adversarios. Cuando le señalé que una profesora políticamente de derecha también su modo era coherente, me replicó, es como el comisario X que igual te da una paliza en plena calle. En otra oportunidad conversando sobre un colega del área humanística me comentó que tenía “un gran refinamiento espiritual”, y yo con mis clasificaciones y casilleros flamantes me preguntaba: ¿Cómo este hombre que es filosóficamente decididamente materialista, puede hablar de espíritu? Tuvo que pasar mucho tiempo para que entendiera que esas categorías no son más que metáforas que no definen pero sí limitan. Creo que era una asociacionista positivista, inmerso en un contexto idealista, no fue ni un conductista ni un reflexológico pavloviano, al margen de la psicología del aprendizaje que seguramente consideraba una disciplina vaga.
Por su postura ideológica, por la admiración que recibía como docente era , no se sentía, perseguido, y eso lo había vuelto un tanto desconfiado. Cuando fuimos a su casa un grupo de menores para que se hiciera responsable de una pegatina del Centro Estudiantil, ante la comisaría, puso renglones de puntos suspensivos antes que su nombre. No quería que lo dejaran solo. Estaba cansado de eso, pero nunca perdió la fe. Creo que al contrario, fue aumentando con los años. Ya más viejo y radicado en Montevideo donde estaba menos al alcance de la dictadura y de la delación pueblerina, me dijo: Sabes, a mi edad se empieza a pensar más en serio en la posibilidad de otra vida.
La física como panóptico de la actividad docente y algunas cosas más
No tengo claro cuando, pero lo cierto que con motivo de un aniversario de nuestro liceo hubo un homenaje y una clase simbólica, muy emotiva. La mayoría de los profesores en actividad habían sido sus alumnos. Fueron los únicos que pudieron entrar en esa aula donde el tiempo podía volver atrás. Como es obvio salieron muy emocionados. Sólo ellos saben que ocurrió allí. Le entregaron un medalla y en el discurso de agradecimiento dijo, y fue tanta la atención que puse que puedo reproducir –creo- con absoluta fidelidad: “A Doña Ema, a Marietina y a mí, por labores idénticas en pro de este liceo”. Doña Ema era la limpiadora desde el principio y entonces todavía en actividad, Marietina era un personaje de maestra secretaria, también en actividad. Tres personajes absolutamente disímiles pero en la concepción igualitaria de su ideología él homologaba las tareas.
En las clases, y en su vida, como prolongación de ellas, tenía el optimismo de las izquierdas, que supongo a menudo viene de Hegel. Cuando había una cuestión injusta señalaba que “es perfectible”. No es lo menos importante decir que fue declaradamente de izquierda cuando aún en Juan Lacaze hasta esa palabra era peste. Paralelamente a eso le gustaba promover discusiones entre los alumnos e intervenía “para hacer ganar a alguien”, cuando el desequilibrio era muy notorio, un elemento más de la sofística socrática. Pero lo emotivo no estaba ausente, a veces se enojó mucho, mostrando que es inevitable ese aspecto humano.
Frente a la gran dimensión cultural, era un cultivador de la ciencia y un respetuoso del arte popular. Rechazaba la distinción entre música culta y música popular, me comentaba que “no se les ha ocurrido todavía hacer tocar un tango por una orquesta sinfónica?”.
Rechazaba las innovaciones por las innovaciones mismas. Cuando en clase lo corrigieron acerca de la b y la v, diciendo que la última se llamaba uve, contraatacó diciendo que éso era no me acuerdo qué “de los pelucones de la Real Academia Española”. Posiblemente también fuera disortográfico porque llegó a afirmar que “las faltas de ortografía no desmerecen a nadie”.
Borges cuenta que aprendió filosofía de su padre sin que le nombrara ningún autor. A Voelker tampoco le oí citar jamás a Newton ni a ningún autor de textos. El mismo se encargaba de hacer directamente la mediación, sin ser estorbado por otros.
Indiscutiblemente, he dicho, era el mejor docente del liceo. En cierta oportunidad un cura inquirió a un grupo de jóvenes estudiantes acerca de cuál era el mejor profesor del liceo y por unanimidad fue elegido él. Estos recuerdos pretenden encontrar o ayudar a encontrar algunas fuentes de por qué era buen profesor. Pretendo hacer este relato analítico desde el recuerdo y las teorías que he conocido.
Todavía tengo muy vívida su explicación de balanza y dinamómetro. Cómo le gustaba decir que la balanza no pesa, mide la masa y nos sumergía en situaciones relativas haciéndonos pensar a través de preguntas (hoy descubrimiento guiado) dónde pesa más un kilo de agua en el polo o en el Ecuador. O fulano –un compañero de clase- está quieto o se está moviendo. Había que definir moviendo con respecto a qué, porque en realidad se estaba moviendo con respecto al sol...
Mantenía en clase una atención constante y explicaba de una manera cuasi animista, explicando en primera persona, si yo le pego a la pared con una fuerza de 60 kilopondios (médida de física entonces usual), la pared me pega también a mí con una fuerza de 60 kilopondios. Era el principio de acción y reacción. Hacía gráficos para explicar el movimiento. A esos gráficos con vectores todavía los uso para mostrar la teoría de la motivación de Kurt Lewin, para saber que alguien se moverá en el sentido de la resultante, a veces no puedo evitar sondear los recuerdos que a la gente le quedan de la física en secundaria y pienso en cómo sería el profesor que tuvieron. Recuerdo la situación de lo permanente del movimiento. Si a un cuerpo se le imprime una fuerza y no hay rozamiento, éste se seguirá moviendo toda la vida. Esto expresado histriónicamente, con todo lo que la enseñanza tiene de representar un papel.
Gustaba de sorprender con un acopio de paradojas. Si a una pelota la soltamos desde el fondo del agua, cómo cae?. Era sorprendente saber que caía para arriba! El manejo de las paradojas era un elemento de sorpresa y una forma de mantener la atención y el interés. Todo esto con una voz y una entonación muy particulares –entre cantado, recitado y gritado- que los estudiantes imitaban repitiendo sus argumentos o sus bromas que eran poco frecuentes.
Combinaba la precisión de la ciencia y el rigor filosófico. Explicaba dirección y sentido con los nombres de los principales edificios del pueblo. Sus ejemplos eran parabólicos, extraídos de la más pura cotidianeidad. Casi como si hoy dijera que estando frente a la Universidad y me muevo hacia la Plaza Independencia, físicamente puedo decir que me muevo en dirección al obelisco...
En los exámenes – no sé si para aprender o disfrutar de un ejercicio socrático- hacía preguntas del tipo: ¿Cuándo se hunde más una mujer en la playa, si lleva zapatos chatos o tacos alfiler?. De allí había que llegar a la algoritmia que presión es igual a fuerza sobre superficie. En uno de esos exámenes generales cuando un alumno debía dar física enseguida de francés, después de recitar “la Seine s’en balance”, le preguntó balanza. Fue un asociacionista que se adelantó a la teoría de las inteligencias múltiples. Comprendió que había alumnos que tenían una gran dificultad para asimilar conocimientos de matemática. Estos aún así lo reconocían como un buen profesor. Los buenos docentes siempre han sabido que aún siendo exigentes existe la diversidad y que la materia de uno no es la única cosa a aprender.
Como algunos que creen que el arte requiere del individuo entero, pensaba que los que se dedicaban a estudiar lo debían hacer plenamente o no hacerlo. A quienes se fueron a examen les dijo: “Ahora olvídense de cine, de televisión y de todo lo demás”. Pero siempre había tiempo para la solidaridad. Cuando estuve destituido por la dictadura se preocupó desde su consultorio de conseguirme alumnos particulares, para que pudiera sobrevivir.
En el rol docente, era indiscutido. Fuera de eso la población estaba dividida entre sus amigos y sus detractores.
Desestimulaba el arriesgarse sin base racional o empírica. Cuando un alumno le dijo cuál podía ser la magnitud de un objeto, sin mirar. El molesto le preguntó: Entonces dime cuánto mide el otro que está en el salón contiguo. Era su forma de refutar con una pregunta (la mayéutica socrática). Era llevar al otro a autorefutarse allí preparaba el cambio conceptual haciendo sentir y ver que había otra teoría mejor. Acá la falsación a diferencia de Lakatos venía de los hechos, pero no estaba libre de su contenido filosófico-psicológico positivista. Tal vez el valor principal era que estaba convencido. Paralelamente daba recetas, por ejemplo cómo bajar la temperatura del hielo agregándole sal. Les puede servir cuando en la casa hay algún enfermo. Se trataba de una forma de ayudar a la transferencia positiva, que entre otras cosas es la aplicación del conocimiento.
También era una psicoterapeuta que me ayudó a incursionar en la hipnosis y la sofrología, mientras me contaba como vivía en su pensión cuando era estudiante...
Profesionalmente era un generador de confianza. Con él y con su amigo el Dr. Morel, siempre me senté en el sillón odontológico, sin decir que era lo que esperaba que hicieran. Ellos decidían. Un día el Dr. Morel al examinarme me dice, “tienes todavía arreglos de Ricardo Voelker... y yo también”. No sabíamos quizás, cuánta influencia tenemos de él, mucho de sus alumnos/docentes.
Autor: YAIR HAZÁN
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